Por Luca Miani
Existe, en el corazón palpitante de cada cocina, en el golpeteo de unos cubiertos, una verdad que trasciende al acto de alimentarse. No es el sabor, por increible que sea, ni la técnica, por impecable que se presente. Es un pulso aún más primordial, el de la hospitalidad, fuerza etérea que convierte una comida en una bienvenida, y a un comensal en un invitado honrado. Es el arte invisible que se teje en el aire, en la mirada, en la anticipación silenciosa de una necesidad aún no expresada. El arquitecto y pensador Francesco Careri, referente en este tema, sostiene que la hospitalidad no es una abstracción, sino que necesita un espacio concreto para llevarse a cabo, donde se intercambien valores ininteligibles y materiales. En ese espacio se da una transformación civilizatoria, el de convertir al extraño en huésped. Un restaurante puede y debe ser pesado en esa clave.

Este planteo tiene su relato audiovisual. A poco de estrenarse la cuarta temporada de The Bear, serie emitida por Disney+ y que ha coleccionado varios premios por presentarnos la epopeya de un grupo de gastronómicos de Chicago que luchan consigo mismos para conseguir la más alta excelencia, quisiera rescatar uno de sus capítulos más emblemáticos. Un capítulo que, por su singularidad, se ha grabado a fuego en la memoria colectiva.: “Forks” (Segunda Temporada, Episodio 7) es un remanso de quietud y dulzura en el caos frenético y la tensión palpable que caracterizan a la cocina de Carmy, protagonista de la serie. En «Forks» nos encontramos otro enfoque, otro protagonista. Richie, el primo ruidoso, el que se siente a la deriva en la brigada de cocina y en su vida, es enviado como stagier –una mezcla de pasante e intensivo en las grandes cocinas- a un prestigioso restaurante con tres estrellas Michelin mientras reniega de sus decepciones personales. Allí conoce a Garret, un joven supervisor que rápidamente lo ubica en la tediosa tarea de lustrar y ordenar tenedores. Richie no puede dejar de pensar que su paso por aquella cocina de primer nivel es un castigo y una manera de alejarlo a él y sus problemas. El episodio funciona casi como una fábula de Esopo, donde nuestro protagonista en algunos pocos giros narrativos comprende una verdad que lo supera y lo transforma. Uno de esos giros es una conversación donde el joven supervisor harto del desgano y la frustración de Richie lo saca de la cocina para recordarle su privilegiada oportunidad. Richie ataca, y le devuelve una cínica respuesta: “realmente te has comido el cuento de todo esto”, haciendo referencia a la manera que Garret salvaguarda aquellos detalles que hacen del restaurante un símbolo de excelencia. La respuesta es afirmativa. El joven superior le hace saber que para él no es ningún cuento, sino que es su pasión.
Este episodio en Estados Unidos fue muy comentado por otra razón. “Love Story” de Taylor Swift musicaliza los momentos más importantes del desarrollo narrativo de “Forks”. La canción de la super mega estrella funciona casi como un leitmotiv para Richie. Esta elección no es casual y se relaciona directamente con las palabras de Garret porque le da marco a una historia de amor naciente: la de Richie con la vocación de servicio y cuidado. El episodio retrata perfectamente como nuestro protagonista descubre una profunda satisfacción en complacer a otros. Y no una mera complacencia servil, sino en la gratificación de un contacto humano verdadero. Una vez consumado este amor Richie y Garret reflexionan sobre la vocación de servicio. El joven supervisor le señala que para él estar en ese restaurante es como estar en un hospital. Richie, que a pesar de su nuevo amor no ha perdido el cinismo de un hombre golpeado por la vida, le pregunta si no será mucho dicha comparación. La conversación hace un fade marcando que el “negocio” de un hospital y un restaurante es el mismo: la hospitalidad. Mientras que uno cuida el cuerpo, el otro el alma.
Hacia el final del episodio podemos ver la escena que los resume todo. Richie ya está listo para partir. Es su último día como stagier y lo invade la melancolía. Se siente como el fin de un amor de verano. Durante sus últimos minutos en aquella cocina finalmente conoce a su dueña, la persona que creó el restaurante, tomándose el tiempo de pelar meticulosamente unos champignones. El protagonista pregunta por qué está haciendo eso, si puede mandar a cualquier ayudante a hacerlo y ella responde que lo hace para que el comensal sepa que alguien se ha tomado el tiempo de tener dicho gesto. La escena, despojada de ruido y distracciones, con el sonido ambiental casi eliminado intencionalmente para realzar el momento, se convierte en una epifanía. Es en esa quietud, en ese acto repetitivo y casi meditativo, donde Richie comienza a comprender la verdadera esencia del servicio. No es solo la ejecución perfecta de una tarea, sino la intención detrás de ella, la conciencia de que cada movimiento contribuye a una experiencia total.
La frase «cada segundo cuenta» ,presente de manera recurrente a lo largo del episodio, se convierte en un mantra para Richie, trasciende la mera eficiencia. Es una filosofía por la cual también lo empuja a mejorar no solo en su vida profesional sino en su vida personal. Es la comprensión de que el tiempo se invierte en la meticulosidad, en la anticipación, en la creación de un ambiente donde el comensal no solo se alimenta, sino que nutre alma. La hospitalidad, en su forma más elevada, es la alquimia de la atención, donde el servicio se eleva a la categoría de arte, y el plato, por exquisito que sea, es solo una parte de una sinfonía mayor. Es la capacidad de prever, de adelantarse a los deseos del otro, de ofrecer una comodidad que va más allá de lo físico, adentrándose en lo emocional.
En un mundo que a menudo valora la velocidad y la eficiencia por encima de la conexión, la gastronomía de excelencia se erige como un bastión de lo humano. No se trata solo de la perfección en el plato, sino de la perfección en el cuidado. De la capacidad de crear un santuario donde el tiempo parece ralentizarse y cada detalle conspira para envolver al visitante en una burbuja de bienestar. En palabras de Careri, en un «pedazo real de espacio que permite los actos de compartir». Es una promesa tácita: aquí, en este espacio, serás atendido, comprendido y, en última instancia, nutrido en cuerpo y espíritu. La búsqueda de la excelencia en la gastronomía es, en esencia, una búsqueda de la perfección en la hospitalidad. No se trata de la ostentación, sino de la autenticidad. De la capacidad de hacer que cada persona que cruza el umbral de un restaurante se sienta valorada, comprendida y, en última instancia, feliz. Es un compromiso con la calidad en cada interacción, desde el momento en que se reserva una mesa hasta el último adiós. Es la anticipación de una alergia, la recomendación perfecta de un vino, el gesto amable que convierte un error en una anécdota.
En última instancia, la hospitalidad en la gastronomía es un acto de generosidad. Es la entrega de un pedazo de uno mismo, de la pasión y el esfuerzo invertidos, para el disfrute del otro. Es la creación de un espacio donde la comida es el pretexto, pero la conexión humana es el verdadero plato principal. Y en ese sentido, «Forks» no es solo un episodio sobre un hombre que encuentra su propósito; es una metáfora poderosa sobre la búsqueda incesante de la excelencia en el servicio, sobre cómo la atención al detalle, la quietud reflexiva y la guía empática pueden transformar no solo una comida, sino una vida. Es el eco de un plato, sí, pero también el alma de un servicio que perdura mucho después de que la mesa ha sido despejada. Esta reflexión cabe para los diferentes actores del sector gastronómico. No solo para aquellos que tienen su restaurante o están pensando en desarrollar uno sino también en sus colaboradores que le dan rostro a un proyecto humano que no deberíamos dejar de pensarlo como tal. En un mundo mediado por las hostilidades, transformar extraños en huéspedes es un acto de amor basado en el reconocimiento de un otro absoluto. Cada segundo cuenta para que lo hagamos.