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Por: Laura Ascenzi

Cuenta la historia que, a principios del siglo XX, la panadería Belgrano perfumaba la esquina de 25 de Mayo y Pringles con sus hornos a la vista y fue creciendo en el paladar del barrio hasta dar origen al restaurante San Honorato, que toma su nombre del patrono de los panaderos.
Las dos familias de origen italiano que forjaron este espacio ya tradicional de la gastronomía cordobesa, consolidaron una carta de autor con su cocina mediterránea llena de detalles y sabores auténticos.

Ingresar al salón es un viaje en el tiempo, a casonas y construcciones coloniales de jardines internos, con sus techos encofrados y aberturas altísimas. También en el espacio, a los bares que rodean la plaza San Marco en Venecia o las callecitas del Trastevere o Florencia, con su decadencia lujosa y su invitación al disfrute siempre renovada.

Para empezar el recorrido por las tradiciones de San Honorato, está la cava. Se ingresa por una escalera a un subsuelo en penumbras, custodiado por muros de ladrillo con respiraciones a la vereda y un mesón de antiguo almacén que exhibe fiambres caseros, patés, limones curados en sal y aceite de oliva, tomates confitados y la copa degustación que inicia la experiencia. Las paredes desbordan de vinos de guarda, recuerdos de visitantes ilustres como Sabina y Serrat y ristras de ajo, ajíes y curtiembres que duermen el tiempo de su maduración a gusto.

La antigua arquitectura de pisos estucados es cálida y distante, vigente y atemporal, sencilla y sofisticada. Volver a la mesa para iniciar la comida es un paseo amable y necesario para recorrer el espacio y seguir evocando recuerdos de viajes y sabores, del tiempo de la elaboración casera y las recetas heredadas.

La carta despliega diversidad y tradición, junto a vinos que pueden costar decenas de miles de pesos, así como propuestas accesibles y combinaciones de platos para una visita esporádica o un menú de paso. Se divide en cuatro secciones: especiales SH, sugerencias que cambian cada tres meses, “lo de siempre” y el menú ejecutivo “para gente apurada… pero no tanto”.

Nos inclinamos por dos entradas con ingredientes nobles y clásicos: molleja salteada y provoleta de búfala con rúcula y aceto. La calidad de los ingredientes se completa con aliños que buscan la acidez, textura y contraste más precisos. En el centro de la mesa, un frasquito con ajos macerados en leche sorprende con su suavidad al paladar ya entonado.
De principal, un plato insigne de la casa: sorrentinos de salmón a la plancha con crema de hierbas; y roll de matambre de larga cocción relleno con solomillo de cerdo, macerado en especias árabes, acompañado de hongos y papas rebozadas. Ambas elecciones desbordan la expectativa y muestran el oficio y profesión del chef a cargo.

El servicio es muy amable y celebra que haya comensales en el primer domingo al mediodía que abren. Conocen la propuesta y saben cómo seguir deslumbrando, con las pasas de uva con menta y licor que limpian el paladar y lo dejan listo para la carta de postres que traslada a la infancia. Crème brûlée, marquise de chocolate y café, helados caseros, flanes. Todo en copones de vidrio como los de las abuelas inmigrantes que replicaban en sus mesas lo mejor de sus mundos.

Para finalizar, una copita de limoncello casero, que nos deja pensando cuántas otras conservas y recetas alberga la memoria del lugar.
La vajilla de cerámica plateada lleva la heráldica de la marca y replica la vieja platería colonial. Las sillas de madera de bar notable acompañan la luz focal de las dicroicas, en una atmósfera sutil y distinguida. Todo el tiempo hay música clásica, un detalle que podría modernizarse con intérpretes y fusiones que representen mejor la vigencia de San Honorato y su invitación a refugiarse en la tradición de lo bueno, para hundirse en la memoria, el disfrute y la contemplación.

¡Salud!

 

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