Un recorrido imperdible por los bodegones más emblemáticos y queridos de la ciudad, con recomendaciones de platos a probar y muchas historias para contar.
En un mundo acelerado y en constante cambio, los sabores tradicionales se convierten en un ancla, trayéndolos de vuelta a nuestras raíces y a los recuerdos más queridos. Esta tendencia no es sólo un retorno a lo básico; es una celebración de la historia, la cultura y la conexión emocional que la comida puede evocar.
Hace ya algunos años, los bodegones dejaron de ser sólo recintos de almas nostálgicas. Se convirtieron en novedad para los jóvenes y puntos de juntada para grupos de amigxs.
La clave está en no volverse presos de la cultura fancy. Continuar siendo reductos de aquello que los convoca: el placer de la porción abundante, la receta hogareña y el precio accesible.
Si bien, el concepto bodegón es más porteño que cordobés (una vez tuve una discusión larga y tendida de esto con alguien), Córdoba armó un circuito de viejos restaurantes (para mi, bien llamados bodegones), fundados por abuelos inmigrantes y con recetas bien guardadas.
Vamos a presentar uno a uno cada bodegon en Cordoba:
La pizarra de afuera con las marcas del borrador de otras semanas y las recomendaciones del día escritas en tizas me dieron confianza. Al entrar, la misma disposición de las mesas y la misma luz se filtraba por los vitrales. Las paredes descascaradas repletas de fotos, nuestra moza de siempre y la carta impresa, pesada, abundante.
Volví a pedir lo de siempre: empanada criolla frita de entrada. Un cuarto de pollo deshuesado al limón y mis acompañamientos favoritos: papas y espinacas a la crema. Bandejita ovalada de metal y queso gratinado con pedacitos quemados a los bordes.
Mi compañero fue por la milanesa napolitana y unas papas fritas.
La carta sigue siendo exactamente la misma: si el clima amerita, se pueden pedir unas pastas (sorrentinos, panzottis, noquis, tallarines, ravioles) o ir por alguno de sus cortes de carnes (a la plancha o a la parrilla).
Para coronar, el flan caserísimo (con dulce de leche y crema) y Panqueques con dulce de leche.
Volví por referencia, por esperanza, por nostalgia. La Casa del Francés es de esos lugares a los que siempre se vuelve. Parafraseando a Caparrós un plato es también, una idea: un recuerdo, una huella persistente en la retina o en el paladar.
La comida es materia de infinitos relatos y éste intenta ser quizá el más personal de todos.
Meterse en Lago di Garda es entrar al túnel del tiempo. Allí donde en el 69 la pareja de inmigrantes Santucci Rizzo compraban un terreno baldío para hacer un hotel que devino en restaurante sigue intacta la magia y la motivación que los llevó a perpetuarse. Hoy una tercera generación nos recibe en la Lima 278 para contarnos el devenir de la historia, las anécdotas y los por qués de este clásico de pastas que sobrevive año tras año en Córdoba.
Si bien el lugar es pequeño, el IME atiende hasta 120 personas por turno (tiene 70 lugares) y su principal publicidad es el boca en boca. Dos mozos se encargan de atender las mesas, con entusiasmo y agilidad.
Entre el murmullo de las mesas, se pueden distinguir camisetas de los distintos clubes cordobeses, charlas encendidas sobre política, vinos y futbol, carcajadas de familias y grupos de amigos, rechinar de cubiertos y copas, saleros que van de una mesa a otra, personas solitarias que esperan en el silencio de su mesa el pedido, otras que esperan con impaciencia el turno de una mesa y otros tantos que aguardan pedidos para llevar.
Nuestro mozo se llama Carlos y al entregarnos la carta nos aclara que no nos fijemos en esos precios porque “ya no existen”. Nos recomienda el vitel toné de entrada para calmar el hambre y arrancar con el sodeado (una jarrita de vino de la casa, bastante hielo y el sifón de soda directo a la mesa).
La carta está ilustrada con la figura de un rastrojero. El asunto es que el IME nació por iniciativa de los trabajadores de la empresa Industrias Mecánicas del Estado conocida, entre otras cosas por diseñar y fabricar este utilitario, ícono nacional. En un primer momento era un club exclusivo para socios, luego la familia Martínez se hace cargo del buffet y convierte al IME en el comedor que es hoy.